Entre África y Asia encontramos el lugar donde nació una de las grandes civilizaciones de la humanidad, el lugar que el misterioso Nilo recorre de sur a norte, el lugar donde el desierto no avisa, donde el siglo XIX puso su mirada: Egipto. El Mediterráneo baña las costas de este país que despierta la curiosidad de todo el que se ha asomado a la historia con pasión. De niños ya soñamos con visitar las pirámides, con navegar por el que, hasta hace poco, era considerado el río más largo de la Tierra.
Todo en Egipto es una experiencia única. Coger un taxi en El Cairo es una de esas vivencias que hay que pasar una vez en la vida. Navegar por el Nilo era no hace tanto el sueño de medio mundo y hoy está al alcance de la mano. Ver, oler, escuchar el bazar Khan el Khalili hace que todos los sentidos se despierten como si no hubieran estado sino en un largo letargo. Todo es único, todo es eterno en Egipto. Pero si hablamos de eternidad, debemos buscar las ruinas del Antiguo Egipto.
El Valle de los Reyes, Abu Simbel, Menfis, las Pirámides de Giza o Dashur, todos estos lugares producen la misma sensación: sobrecogimiento. Si Stendhal perdió el conocimiento al llegar a Florencia, qué hubiera sido de él conociendo una de las culturas más bellas y orgullosas de la historia de los hombres. Egipto cayó abrumada por su ego, un ego más que justificado. Se perdieron en su propia belleza y a día de hoy no podemos más que entender su destino.
La historia contempla a Egipto, pero contemplar Egipto es contemplar la historia. Visitar este país es conocer de dónde venimos, que fue de nuestro pasado y que será de nosotros. Muchas culturas han llegado y se han ido, pero sólo esta mantiene su misterio y su atractivo como si nada se hubiera descubierto, como si todo estuviese aun a la espera de ser conocido.